jueves, 22 de octubre de 2015

DIABEL





DIABEL (ANDRZEJ ZULAWSKI, 1972)
 


Los criados han huido.
No han sido los primeros.

Tenga usted prisa, las monjas
    le mostrarán el camino:

el convento se ha convertido en
un atolladero
                        retorcido sobre sí mismo

humo beige de hueso brasas vapor de plasma
a través del que los hombres persiguen
balas
        sobre una alfombra de carne y trapos

el convento ya no huele a viejo huele
    a desastre y el hombre azota las nalgas
de la yegua
                    sobre la que Ella pierde
por primera vez
                             la devoción a sus hábitos.


No diga nada o invitará al Mal:
aceptamos a todo el mundo.

En el bosque parece que siempre ha sido
invierno de noche
y Hertz
          —propietario de los teatros reales—
dice que no siempre ha vagado por entre

todos y cada uno de sus muchos puntos ciegos.
Que hubo otros Tiempos. Otro bosque.
¿No me crees?
                         Echa una ojeada
a sus recurrentes alucinaciones que ahora
también son las del hombre
    y las de Ella
                         lo han sido de cualquier fugitivo
educado para ser patriota
solo que más joven y sin caer en el libertinaje.

No obstante ni Hertz ni el bosque ni
las blandengues luminarias que motean estas tierras impías
hacen olvidar al hombre que son aquellos unos tiempos
destinados a otros hombres
      distintos a él
                                 atados por las muñecas arrastrados
como fardos a la cola de los caballos al galope
bajo las entrepiernas de eternos enemigos
        —portan rostro de cualquiera, pero son ellos
           de nuevo, los que siempre fueron—.

Debe comprender que la vida no se ha detenido:
      encontró una cruz de troncos y allí juró
      salvar Polonia, hacer
      todo lo que estuviera en su mano: matar
      al rey secuestrar a los embajadores
      escribir una nueva
                                        y justa constitución


sobre la nieve
reza
        sus asuntos y evita a toda costa
fornicar en los graneros

engañar a sus perseguidores
para finalmente
       encontrarse con los suyos al otro lado
       de la colina.

Todo bien dentro de lo que cabe y no es
hasta que se cruza en su camino
    el pequeño Theodor
    —lo que a primera instancia parecía un niño
de alta cuna resultó ser
                                          un enano chillón de alta cuna,   
peluca empolvada y polainas a ultranza y toda
        la evasión del mundo corriéndole en las venas—:

nadie sabe a ciencia cierta cómo y por qué acabó
el hombre bailando sobre
        la nieve como un jabalí entrampado
si la sangre del pequeño Theodor en sus manos 

        fue tan crucial como cuentan los rumores
ni si fue Ella la que erigió su lenguaje 
de solo un solo loco
        palabra por palabra
que aún hoy se le van cayendo de la boca
junto a la baba
                          sobre la escarcha
                          invierno y noche siempre
—Polonia nunca fue salvada, eso lo sabemos—
                         como si no hubiese nada mejor que hacer.
        
Como si los Tiempos no fueran a cambiar jamás.